La medalla de platabronce

La final de salto con pértiga de los Juegos olímpicos de Berlín fue dominada por el atleta estadounidense Earle Meadows, que venció con un mejor salto de 4,35 metros. Tras él, solo dos rivales pudieron superar los 4,25, los japoneses Shuhei Nishida y Sueo Ōe. Cuando el estadounidense se aseguró la medalla de oro, Nishida y Ōe, amigos además de compañeros de equipo, se negaron a seguir compitiendo por el segundo puesto. Era una situación sin precedentes que los jueces solucionaron concediendo la medalla de plata a Nishida, basándose únicamente en su mejor palmarés (mientras Ōe era un desconocido a nivel internacional, su compatriota, cuatro años mayor, ya había ganado la medalla de plata en los juegos de Los Ángeles 1932).

Cuando regresaron a su país, los dos atletas sorprendieron con la forma que habían tenido de corregir la arbitraria decisión de los jueces deportivos: habían encargado a un joyero que cortase ambas medallas por la mitad y que empalmase los trozos formando dos perfectas medallas de “platabronce”. La prensa japonesa las denominó “las medallas a la amistad”.


En los años posteriores los dos pertiguistas siguieron compitiendo a gran nivel. En 1937 Ōe estableció el récord nacional en 4,35 metros, una marca que permaneció imbatida durante más de dos décadas. En 1939 se alistó en las Fuerzas Especiales de Desembarco, los ”marines” japoneses. Murió en combate en la isla de Wake el 24 de diciembre de 1941. Nishida, por su parte, tuvo una longeva carrera deportiva. En 1951, ya con 41 años, ganó una medalla de bronce en los Juegos Asiáticos. Continuó vinculado al atletismo durante toda su vida, como árbitro y miembro de la Federación nacional y del Comité Olímpico Japonés.

Estocadas al nazismo


Esta fotografía recoge uno de los momentos históricos de los Juegos Olímpicos de Berlín 1936. Muestra la ceremonia de entrega de medallas de la competición de esgrima femenina. Aparte de ser las mejores esgrimistas de su generación y de ser todas ellas campeonas olímpicas (las ganadoras de la plata y el bronce había sido respectivamente medallas de oro en los Juegos de Amsterdam 1928 y Los Ángeles 1932), las mujeres que ocupaban el podio tenían algo más en común: las tres eran judías (en realidad en los tres casos solo el padre era judío, o medio judío, y ninguna de ellas practicaba la religión hebrea, aunque pequeños detalles como aquellos no tenían demasiada importancia para los nazis).

En los meses anteriores a la celebración de los Juegos de Berlín, las amenazas de boicot en Estados Unidos y otros países como protesta por el trato discriminatorio que sufrían los judíos en Alemania pusieron en grave riesgo el éxito del gran escaparate propagandístico que los nazis estaban poniendo a punto. Para acallar a los críticos, el Comité Olímpico Alemán, a sugerencia de un miembro estadounidense del COI, invitó a una veintena de deportistas judíos a competir en las pruebas de selección. Los atletas recuperaron su ciudadanía y sus derechos, incluyendo a los exiliados, que pudieron regresar a su país y reintegrarse a los clubes deportivos de los que habían sido expulsados en cumplimiento de las leyes de Nuremberg. Pero las autoridades alemanas no tenían ninguna intención de dejarles representar al Reich en los Juegos de Hitler. En cuanto amainaron las protestas, todos ellos fueron apartados de las selecciones olímpicas. Solo hubo una excepción: la esgrimista Helene Mayer, la única judía entre los 470 deportistas que integraban el equipo olímpico alemán.

Helene Mayer había sido campeona olímpica de florete (en aquella época la única prueba femenina de esgrima) en los Juegos de Amsterdam, con solo 17 años. Residía en California desde 1932 y era muy popular en Estados Unidos. Su exclusión habría reavivado los movimientos a favor del boicot. Además, Mayer mostraba un patriotismo a toda prueba. Nunca se planteó sumarse voluntariamente al boicot ni dudó en participar en la mayor competición deportiva de la historia de su país. Y, por si eso fuera poco, no respondía en absoluto a la teórica imagen del judío que pregonaba el nazismo. Alta, esbelta, rubia y de ojos azules, era más bien un ejemplo inmejorable de raza aria.

En Berlín, Mayer iba a tener como rival a otra judía alemana, Ellen Müller-Preis (o Ellen Preis a secas, su nombre de soltera), una joven berlinesa de 24 años que competía por Austria, el país de su padre. Cuatro años antes, cuando la Federación Alemana de Esgrima no la incluyó entre los deportistas que iban a acudir a los Juegos de Los Ángeles (la elegida fue la propia Mayer, que defendía el oro olímpico ganado en 1928), decidió solicitar la nacionalidad austriaca. Y no le fue mal. En Los Ángeles logró para Austria la medalla de oro de florete, mientras que Mayer tuvo que conformarse con la quinta posición. Por tanto, Preis, la berlinesa residente en Viena, se presentaba a los Juegos de su ciudad natal como defensora del título de campeona olímpica.

La tercera en discordia iba a ser la húngara Ilona Elek (de soltera Ilona Schacherer), nacida en Budapest en 1907, hija de padre judío y madre católica. Con 29 años era la mayor de las tres, pero también era con mucha diferencia la que tenía menos experiencia en competición. Los de Berlín eran sus primeros Juegos Olímpicos. Sin embargo, fue ella la que finalmente resultó vencedora. En la lucha por el oro derrotó a Mayer, que se tuvo que conformar con la medalla de plata. La de bronce fue para Preis. Durante la ceremonia de entrega de medallas, cuando sonaba el himno de la ganadora y se izaban las banderas nacionales de las tres medallistas, la alemana Mayer sorprendió al mundo haciendo el saludo nazi.

Después de los Juegos, Mayer volvió a Estados Unidos. A pesar de la medalla que había ganado para su país, el gobierno alemán le retiró de nuevo la ciudadanía e ignoró sus éxitos deportivos posteriores (se proclamó campeona del mundo por tercera vez solo un año más tarde). En 1952, enferma de cáncer de mama, regresó a Alemania para pasar en su tierra natal sus últimos meses de vida. Murió en Múnich en octubre de 1953, con solo 42 años.

Preis también se vio obligada a exiliarse durante el Anschluss. Tras la derrota del Tercer Reich decidió regresar a Viena. Elek permaneció en Budapest, soportando las cada vez más duras leyes antisemitas y ocultándose en los meses finales del conflicto, cuando los alemanes derribaron el régimen de Horthy y ocuparon el país. Ambas volvieron a competir tras el paréntesis obligado por la guerra. En Londres 1948, doce años después de los Juegos de Berlín, Elek y Preis se enfrentaron de nuevo en un torneo olímpico. Repitieron medallas, con la húngara ganando el oro y la austriaca el bronce. Elek se retiró con una plata en Helsinki 1952, ya con 45 años. Preis con un séptimo puesto en Melbourne 1956, con 44.

La de Ilona Elek no fue la única victoria de un deportista judío en los Juegos Olímpicos de Berlín. También subieron a lo más alto del podio un par de integrantes de la selección húngara de waterpolo (que, por cierto, derrotó a Alemania en la final), y otro de la estadounidense de baloncesto. Y, en deportes individuales, el luchador húngaro Károly Kárpáti y el haltera austriaco Robert Fein. Pero por encima de todos ellos destacó otro esgrimista húngaro llamado Endre Kabos, que fue campeón olímpico por partida doble.

Kabos, de 29 años y nacido en Nagyvárad, la actual Oradea rumana, sí era un auténtico judío practicante. En los Juegos de Los Ángeles había ganado la medalla de bronce en sable individual y el oro por equipos, así que llegaba a Berlín como uno de los grandes favoritos. Y no defraudó, venciendo en la final individual de sable al italiano Gustavo Marzi y volviendo superar a los italianos junto a su selección en la prueba por equipos.

Durante la guerra Kabos fue internado en un campo de trabajos forzados para judíos. Mientras estuvo en cautiverio se dedicó a dar clases de esgrima a oficiales del Ejército húngaro. Su fama le permitió recibir un trato relativamente priviegiado. Su principal función era conducir una de las carretas que se utilizaban para transportar provisiones desde la capital. Murió el 4 de noviembre de 1944 en la explosión del puente Margarita. El puente, uno de los principales de Budapest, había sido minado por zapadores de la Wehrmacht con la intención de volarlo en cuanto el Ejército Rojo avanzase sobre la ciudad. A las 2 de la tarde del 4 de noviembre, cuando cientos de ciudadanos circulaban despreocupadamente sobre él, las cargas hicieron explosión por causas desconocidas. Murieron unos 600 civiles y 40 soldados alemanes.

El frustrado viaje de la llama olímpica a Japón

La primera vez que se encendió un pebetero en un estadio olímpico fue en Amsterdam 1928. Pero en aquella ocasión se trató de una llama “casera”, un simple añadido decorativo que pretendía recordar el fuego sagrado que ardía permanentemente (en honor a Prometeo, el héroe que había robado el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres) durante la celebración de los antiguos Juegos en el estadio de Olimpia. Fue ocho años después, en los Juegos Olímpicos de Berlín, cuando surgió toda la parafernalia del transporte en relevos del fuego sagrado desde Olimpia hasta la sede de los Juegos y del encendido solemne del pebetero durante la ceremonia de inauguración. El viaje de la llama comenzó el 20 de julio de 1936 y finalizó en el Estadio Olímpico de Berlín el 1 de agosto, el día de la apertura de los Juegos. Convertido en tradición, el ceremonial se ha mantenido en todos los Juegos (de Verano y de Invierno) transcurridos desde entonces. La fuerza simbólica del rito hizo olvidar que su estética y sus connotaciones neopaganas eran muy del gusto de los nazis. No se puede decir que tuviese una conexión directa con el nazismo, pero una ceremonia como aquella parece un claro producto del ambiente político-propagandístico del Tercer Reich. La idea original fue de Carl Diem, el presidente del Comité Organizador de los Juegos Olímpicos de Berlín y un reconocido teórico e historiador deportivo.

En julio de 1936 el Comité Olímpico Internacional otorgó los Juegos Olímpicos de verano de 1940 a Tokio. El COI recomendó que para los futuros Juegos se mantuviese el ceremonial del traslado de la llama sagrada, pensando en la ayuda que podría suponer para difundir el espíritu olímpico en regiones del planeta en los que el movimiento olímpico aún era muy poco conocido. Desde ese punto de vista, unos Juegos en Extremo Oriente representaban una gran oportunidad. Pero había un problema evidente: organizar un recorrido de relevistas desde Olimpia hasta Berlín era una tarea relativamente fácil, pero hacerlo a lo largo de los 10.000 kilómetros que separaban Grecia de Tokio parecía poco menos que inviable. Finalmente se recomendó mantener el traslado de la antorcha, aunque para ello se tuviese que recurrir a automóviles, aviones, o cualquier otro medio de transporte.

El comité organizador de los Juegos de Berlín ofreció su ayuda a sus homólogos japoneses e hizo varias recomendaciones sobre el traslado de la antorcha. Su primera propuesta, la más espectacular, consistía en organizar una travesía en relevos de corredores y jinetes por Próximo Oriente, Persia y Asia Central, siguiendo el itinerario de la milenaria Ruta de la Seda. Pero aquello implicaba que una parte importante del recorrido tendría que realizarse a través de China, lo que no hacía mucha gracia al gobierno japonés. En su lugar los japoneses plantearon que la antorcha podía ser transportada por un buque de guerra de la Marina Imperial, que haría escala en numerosos puertos a lo largo de su travesía.

Al final se optó por la solución más práctica: el fuego sagrado haría su viaje a Tokio en avión. Alemania se ofreció a desarrollar un aparato expresamente para aquel cometido. A partir del caza pesado Messerschmitt Bf 110, los ingenieros alemanes diseñaron un avión capaz de cubrir sin repostar los 10.000 kilómetros que había entre Europa y Japón. En aquella época habría supuesto el récord mundial de distancia en un vuelo sin escalas. El propio Hitler estaba entusiasmado con la propuesta. En su honor, el aparato fue denominado Messerschmitt Me 261 Adolfine. En 1939, cuando el COI retiró los Juegos a Tokio, se abandonó el proyecto, a pesar de que ya había comenzado la construcción de la primera unidad. Se reanudaría más tarde, durante la guerra, transformado en el desarrollo de un avión de reconocimiento marítimo de largo alcance. Llegó a completarse algún prototipo, aunque nunca entraron en servicio.

Pero los japoneses no estaban muy dispuestos a que Alemania se adjudicase el éxito propagandístico del traslado de la antorcha, máxime cuando ellos contaban ya con una alternativa probada: el Kamikaze, un Mitsubishi Ki-15 famoso por ser el primer avión de fabricación japonesa que había volado de Japón a Europa. La tarde del 6 de abril de 1937 el Kamikaze había despegado del aeródromo de Tachikawa, en Tokio, en un vuelo patrocinado por el diario Asahi Shimbun como parte de las celebraciones de la coronación de Jorge VI de Inglaterra. Haciendo numerosas escalas (Taipei, Hanoi, Vientiane, Calcuta, Karachi, Basora, Bagdad, Atenas, Roma y París), la tarde del 9 de abril aterrizó en el aeropuerto Croydon de Londres, Autoridades, periodistas, y una multitud de espectadores habían acudido a recibirles. Era la época de las grandes proezas de la aviación, en la que los aviadores que competían por batir récords de distancia o abrir rutas nunca intentadas hasta entonces eran tratados como estrellas del deporte. El Kamikaze había recorrido más de 15.000 kilómetros en un tiempo total de vuelo (sin contar las escalas) de 51 horas y 18 minutos. Sus dos tripulantes, el piloto Masaaki Iinuma y el navegante Kenji Tsukagoshi, fueron recibidos en su país como héroes nacionales. Iinuma, de 26 años, fue aclamado como “el Lindbergh japonés”.

El Comité Olímpico Japonés propuso utilizar el Kamikaze para el traslado de la antorcha desde Grecia, siguiendo una ruta similar a la de la travesía que le había hecho famoso. Sin duda era la opción con más posibilidades de ser elegida. Pero el fuego sagrado no llegaría a Tokio hasta los Juegos Olímpicos de 1964, un cuarto de siglo más tarde. En el verano de 1937, al estallar la guerra chino-japonesa, algunos países comenzaron a hacer campaña por el boicot a los Juegos. Finalmente, en 1939, temiendo un fracaso de participación, el COI decidió retirar la organización de los Juegos a Tokio y concedérsela a Helsinki. El comienzo de la guerra en Europa pocos meses después hizo que los Juegos de la XII Olimpiada se cancelasen definitivamente.

El piloto del Kamikaze, Masaaki Iinuma, sirvió como instructor de vuelo y piloto de pruebas del Ejército Imperial. Murió en combate en Indochina en diciembre de 1941. Kenji Tsukagoshi tampoco sobrevivió a la guerra. En 1943 formaba parte de la tripulación del prototipo Tachikawa Ki-77, un proyecto secreto de avión de gran autonomía con el que los japoneses pretendían establecer comunicación aérea con sus aliados alemanes. En su primer vuelo con rumbo a Europa el Ki-77 desapareció cuando sobrevolaba el océano Índico. Nunca se encontraron sus restos.